Érase una vez, en un país muy lejano, un viejo minero en comisión, ya retirado, llamado Filipo. En la vida había ejercido muchos oficios, y ahora quería pasar sus últimos años en medio de los cocales del valle. Un buen día de invierno, Filipo salió a buscar algo de leña para la fogata de su chimenea. Recogió muchas ramas secas de los cocales que ya habían sido cosechados. Esa noche, cuando se disponía a avivar el fuego con las ramas, una idea iluminó la mente de Filipo. Con todas las ramas que había reunido construyó una marioneta a la que, en principio llamó “Cococho”, porque estaba hecho de ramas de coca; pero éste nombre le pareció algo vulgar, así que lo cambió por “Pinocho”, que sonaba mejor. Pensó que su nuevo juguete sería una compañía y una distracción, así podría entretenerse en su solitaria vejez. Con tanta paciencia y esmeró lo fabricó, que un hado padrino, venido del norte, se apiadó del artesano y decidió dotar de voz y movimiento a la marioneta. Ésta causó sensación entre propios y extraños, ya que era una marioneta que se movía sin hilos y hablaba por cuenta propia.
Como todo buen padre, Filipo inició a Pinocho en las artes de la oratoria y en el saber político, filosófico y religioso; la verdad es que el muñeco le salió medio rana, aprendió a hablar mucho y a decir poco. Con el tiempo, Pinocho resultó ser un niño díscolo, mentiroso y pendenciero. Se peleó con su padre y se escapó con unos malos amigos que le ofrecieron convertirlo en niño de verdad, aunque sus verdaderas intenciones eran las de transformarlo en un pobre burro para vender su carne, aprovechando la escasez de ésta en los mercados, a los comerciantes de hamburguesas y salchichas. Estos amigos hicieron creer a Pinocho que sería su líder, que junto a ellos conquistaría el mundo, la fama y los placeres.
El afán de poder, con sus hilos invisibles, comenzó a manejar a la marioneta. Envuelto en su fantasía, Pinocho se dedicó a la mentira y al engaño. Se burlaba de la gente del pueblo que en un principio lo había acogido con cariño; traicionó a muchos de sus antiguos conocidos; le importaban un bledo todas las reglas que conocía, trabó amistad con los malhechores de la comarca y terminó figurando en la lista negra del rey. La fama de sus faltas y delitos corría de pueblo en pueblo a viva voz. “Viejas chismosas, las haré callar”, amenazaba Pinocho, con el puño levantado agresivamente y la otra mano cuidando el bolsillo de la camisa. De tanto en tanto, la vocecilla de un grillo, que hacía las veces de conciencia, a falta de ella, se dejaba escuchar. A Pinocho esas cosas le tenían sin cuidado; a él sólo le importaba seguir fantaseando con su poder.
La mentira tiene patas cortas y la nariz muy larga; Pinocho no llegó muy lejos, sus maldades lo llevaron al aislamiento y la oscuridad. La marioneta se sentía sola e infeliz, se iba dando cuenta de que a sus compinches no les interesaba de verdad, ya ni siquiera sus juegos de pelota lo dejaban contento, el pueblo ya no soportaba su presencia y hasta Filipo lo rechazaba y hablaba mal de él.
Hasta ahí todas las versiones coinciden. Con afán pedagógico, para que los niños se vayan a la cama y duerman tranquilos, se cuenta que Pinocho se redime, reconoce su culpa y se hace bueno, en premio cumple su deseo de convertirse en niño de verdad. Pero, al parecer, otras son las versiones que manejan los adultos.
Como todo buen padre, Filipo inició a Pinocho en las artes de la oratoria y en el saber político, filosófico y religioso; la verdad es que el muñeco le salió medio rana, aprendió a hablar mucho y a decir poco. Con el tiempo, Pinocho resultó ser un niño díscolo, mentiroso y pendenciero. Se peleó con su padre y se escapó con unos malos amigos que le ofrecieron convertirlo en niño de verdad, aunque sus verdaderas intenciones eran las de transformarlo en un pobre burro para vender su carne, aprovechando la escasez de ésta en los mercados, a los comerciantes de hamburguesas y salchichas. Estos amigos hicieron creer a Pinocho que sería su líder, que junto a ellos conquistaría el mundo, la fama y los placeres.
El afán de poder, con sus hilos invisibles, comenzó a manejar a la marioneta. Envuelto en su fantasía, Pinocho se dedicó a la mentira y al engaño. Se burlaba de la gente del pueblo que en un principio lo había acogido con cariño; traicionó a muchos de sus antiguos conocidos; le importaban un bledo todas las reglas que conocía, trabó amistad con los malhechores de la comarca y terminó figurando en la lista negra del rey. La fama de sus faltas y delitos corría de pueblo en pueblo a viva voz. “Viejas chismosas, las haré callar”, amenazaba Pinocho, con el puño levantado agresivamente y la otra mano cuidando el bolsillo de la camisa. De tanto en tanto, la vocecilla de un grillo, que hacía las veces de conciencia, a falta de ella, se dejaba escuchar. A Pinocho esas cosas le tenían sin cuidado; a él sólo le importaba seguir fantaseando con su poder.
La mentira tiene patas cortas y la nariz muy larga; Pinocho no llegó muy lejos, sus maldades lo llevaron al aislamiento y la oscuridad. La marioneta se sentía sola e infeliz, se iba dando cuenta de que a sus compinches no les interesaba de verdad, ya ni siquiera sus juegos de pelota lo dejaban contento, el pueblo ya no soportaba su presencia y hasta Filipo lo rechazaba y hablaba mal de él.
Hasta ahí todas las versiones coinciden. Con afán pedagógico, para que los niños se vayan a la cama y duerman tranquilos, se cuenta que Pinocho se redime, reconoce su culpa y se hace bueno, en premio cumple su deseo de convertirse en niño de verdad. Pero, al parecer, otras son las versiones que manejan los adultos.