Los dictadores, más allá de las circunstancias que los llevaron al poder, se caracterizan por su apego enfermizo a éste. Caudillismo que raya el mesianismo, mano dura y puño cerrado, centralismo y control absoluto, deseo de perpetuación, paternalismo y ennoblecimiento social mediante decretos y ceremonias, deseo de convertirse en sujetos de culto son algunas de las características que rondan a sus personas. Además de estos rasgos, son las anécdotas que se cuentan sobre ellos (algunas reales, otras no) las que alimentan el imaginario popular y las páginas de muchas obras literarias.
La historia de América Latina puebla su recuerdo con infinidad de nombres de gobernantes dignos de anecdotario: Manuel Rosas en Argentina; en Bolivia, Mariano Melgarejo; José Gaspar Rodríguez de Francia en Paraguay; en México, Porfirio Díaz; Leónidas Trujillo en la República Dominicana, entre otros muchos. Varios de estos personajes inspiraron grandes novelas latinoamericanas: Yo el Supremo de Augusto Roa Bastos, El recurso del Método de Alejo Carpentier, El señor Presidente de Miguel Ángel Asturias, Oficio de difuntos de Arturo Uslar Pietro, El dictador suicida de Augusto Céspedes, La fiesta del Chivo de Mario Vargas Llosa, La tempestad y la sombra de Néstor Taboada Terán y la magnífica El otoño del Patriarca de Gabriel García Márquez, por mencionar algunas. Esta última recoge la tradición del dictador latinoamericano (una suma de todas las figuras históricas) para ficcionalizarlas en un solo personaje. El mismo Gabo, en el discurso que pronunció cuando recibía el Premio Nóbel, admitía que estos seres rayaban las fronteras entre la realidad y la fantasía.
Sólo algunos ejemplos: Ulises Heureaux, dominicano, tenía en su gobierno a un general que lanzó un decreto prohibiendo escupir redondo y brillante porque una vez confundió el esputo con una moneda que intentó recoger. García Moreno, general ecuatoriano, fue velado con todas sus galas militares, sentado en su silla presidencial. Antonio López de Santana, mexicano, ordenó que se enterrara con honores su pierna derecha perdida en La Guerra de los Pasteles. De Mariano Melgarejo se cuenta que organizaba fiestas bacanales en Palacio de Gobierno, donde muchas veces el invitado principal era su caballo Holofernes; también se dice que en esas borracheras él y su caballo eran quienes mostraban mayor resistencia a los efectos del alcohol. Maximiliano Hernández, salvadoreño, inventó un péndulo para saber si los alimentos estaban envenenados. El actual presidente constitucional, Evo Morales, a quien Hugo Chávez declaraba enviado de Dios, también se trae lo suyo: además de la ceremonia en el Congreso, se inventó un rito de coronación, con atuendo estrafalario incluido, en la localidad de Tiwanaku. Y no se puede terminar este anecdotario sin incluir al tristemente célebre George “doble v” Busch, de quien rescatamos un par de frases, la primera viene de su política de asuntos exteriores: “La gran mayoría de nuestras importaciones vienen de fuera del país”; la segunda corresponde a su visión sobre el futuro: “Nosotros estamos preparados para cualquier imprevisto que pueda ocurrir o no”.
Ciertamente, estaríamos mejor sin ellos; pero ya que no podemos cambiar la historia por lo menos hagamos que ella nos arranque una sonrisa, para no llorar de rabia.
La historia de América Latina puebla su recuerdo con infinidad de nombres de gobernantes dignos de anecdotario: Manuel Rosas en Argentina; en Bolivia, Mariano Melgarejo; José Gaspar Rodríguez de Francia en Paraguay; en México, Porfirio Díaz; Leónidas Trujillo en la República Dominicana, entre otros muchos. Varios de estos personajes inspiraron grandes novelas latinoamericanas: Yo el Supremo de Augusto Roa Bastos, El recurso del Método de Alejo Carpentier, El señor Presidente de Miguel Ángel Asturias, Oficio de difuntos de Arturo Uslar Pietro, El dictador suicida de Augusto Céspedes, La fiesta del Chivo de Mario Vargas Llosa, La tempestad y la sombra de Néstor Taboada Terán y la magnífica El otoño del Patriarca de Gabriel García Márquez, por mencionar algunas. Esta última recoge la tradición del dictador latinoamericano (una suma de todas las figuras históricas) para ficcionalizarlas en un solo personaje. El mismo Gabo, en el discurso que pronunció cuando recibía el Premio Nóbel, admitía que estos seres rayaban las fronteras entre la realidad y la fantasía.
Sólo algunos ejemplos: Ulises Heureaux, dominicano, tenía en su gobierno a un general que lanzó un decreto prohibiendo escupir redondo y brillante porque una vez confundió el esputo con una moneda que intentó recoger. García Moreno, general ecuatoriano, fue velado con todas sus galas militares, sentado en su silla presidencial. Antonio López de Santana, mexicano, ordenó que se enterrara con honores su pierna derecha perdida en La Guerra de los Pasteles. De Mariano Melgarejo se cuenta que organizaba fiestas bacanales en Palacio de Gobierno, donde muchas veces el invitado principal era su caballo Holofernes; también se dice que en esas borracheras él y su caballo eran quienes mostraban mayor resistencia a los efectos del alcohol. Maximiliano Hernández, salvadoreño, inventó un péndulo para saber si los alimentos estaban envenenados. El actual presidente constitucional, Evo Morales, a quien Hugo Chávez declaraba enviado de Dios, también se trae lo suyo: además de la ceremonia en el Congreso, se inventó un rito de coronación, con atuendo estrafalario incluido, en la localidad de Tiwanaku. Y no se puede terminar este anecdotario sin incluir al tristemente célebre George “doble v” Busch, de quien rescatamos un par de frases, la primera viene de su política de asuntos exteriores: “La gran mayoría de nuestras importaciones vienen de fuera del país”; la segunda corresponde a su visión sobre el futuro: “Nosotros estamos preparados para cualquier imprevisto que pueda ocurrir o no”.
Ciertamente, estaríamos mejor sin ellos; pero ya que no podemos cambiar la historia por lo menos hagamos que ella nos arranque una sonrisa, para no llorar de rabia.