lunes, abril 28, 2008

Los Marqueses de Orinoca


Los dictadores, más allá de las circunstancias que los llevaron al poder, se caracterizan por su apego enfermizo a éste. Caudillismo que raya el mesianismo, mano dura y puño cerrado, centralismo y control absoluto, deseo de perpetuación, paternalismo y ennoblecimiento social mediante decretos y ceremonias, deseo de convertirse en sujetos de culto son algunas de las características que rondan a sus personas. Además de estos rasgos, son las anécdotas que se cuentan sobre ellos (algunas reales, otras no) las que alimentan el imaginario popular y las páginas de muchas obras literarias.

La historia de América Latina puebla su recuerdo con infinidad de nombres de gobernantes dignos de anecdotario: Manuel Rosas en Argentina; en Bolivia, Mariano Melgarejo; José Gaspar Rodríguez de Francia en Paraguay; en México, Porfirio Díaz; Leónidas Trujillo en la República Dominicana, entre otros muchos. Varios de estos personajes inspiraron grandes novelas latinoamericanas: Yo el Supremo de Augusto Roa Bastos, El recurso del Método de Alejo Carpentier, El señor Presidente de Miguel Ángel Asturias, Oficio de difuntos de Arturo Uslar Pietro, El dictador suicida de Augusto Céspedes, La fiesta del Chivo de Mario Vargas Llosa, La tempestad y la sombra de Néstor Taboada Terán y la magnífica El otoño del Patriarca de Gabriel García Márquez, por mencionar algunas. Esta última recoge la tradición del dictador latinoamericano (una suma de todas las figuras históricas) para ficcionalizarlas en un solo personaje. El mismo Gabo, en el discurso que pronunció cuando recibía el Premio Nóbel, admitía que estos seres rayaban las fronteras entre la realidad y la fantasía.

Sólo algunos ejemplos: Ulises Heureaux, dominicano, tenía en su gobierno a un general que lanzó un decreto prohibiendo escupir redondo y brillante porque una vez confundió el esputo con una moneda que intentó recoger. García Moreno, general ecuatoriano, fue velado con todas sus galas militares, sentado en su silla presidencial. Antonio López de Santana, mexicano, ordenó que se enterrara con honores su pierna derecha perdida en La Guerra de los Pasteles. De Mariano Melgarejo se cuenta que organizaba fiestas bacanales en Palacio de Gobierno, donde muchas veces el invitado principal era su caballo Holofernes; también se dice que en esas borracheras él y su caballo eran quienes mostraban mayor resistencia a los efectos del alcohol. Maximiliano Hernández, salvadoreño, inventó un péndulo para saber si los alimentos estaban envenenados. El actual presidente constitucional, Evo Morales, a quien Hugo Chávez declaraba enviado de Dios, también se trae lo suyo: además de la ceremonia en el Congreso, se inventó un rito de coronación, con atuendo estrafalario incluido, en la localidad de Tiwanaku. Y no se puede terminar este anecdotario sin incluir al tristemente célebre George “doble v” Busch, de quien rescatamos un par de frases, la primera viene de su política de asuntos exteriores: “La gran mayoría de nuestras importaciones vienen de fuera del país”; la segunda corresponde a su visión sobre el futuro: “Nosotros estamos preparados para cualquier imprevisto que pueda ocurrir o no”.

Ciertamente, estaríamos mejor sin ellos; pero ya que no podemos cambiar la historia por lo menos hagamos que ella nos arranque una sonrisa, para no llorar de rabia.

domingo, abril 13, 2008

Ícaro nos animó a volar


El miércoles 9 de abril se levantaron los telones de los teatros paceños. El FITAZ (Festival Internacional de Teatro de La Paz) se vino maquillado trayendo en el equipaje sombras, muñecos, máscaras y zapatos de clown. Días antes, en un pre-estreno, tuvimos la oportunidad de asistir a la puesta en escena de la obra Ícaro, a cargo de Daniel Finzi Pasca, actor, dramaturgo y director suizo, fundador del Teatro Sunil.

Ícaro, durante esa noche, cambió su traje griego por una bata blanca, su celda por una habitación de hospital, y a su padre, por un recién llegado casi inválido. Enfermo, con cuanta enfermedad es posible, Ícaro lleva varios años, más que internado, encerrado en un recinto sin puertas ni ventanas, sin ningún contacto con la realidad, custodiado por una colección de médicos despreocupados, enfermeras armadas de jeringas y monjas carceleras que sólo aparecen en la imaginación. De pronto, sacado de las butacas del público, Luis aparece en el escenario, de espectador a actor, tendido en la otra cama de la prisión, sin poder moverse, actuar ni pensar. Ícaro, con la capacidad de pasar de la ternura del niño a la tristeza del viejo, va ganando terreno en la vida y la mente del enfermo.

De prisión a prisión ha ido transcurriendo su vida, ahora Ícaro se queja de la nueva jaula que lo encierra. Llora porque no le dejan salir, porque vive con la nostalgia de la libertad, porque no puede volar. Luis, aparentemente tranquilo, desde su lecho de inválido, contempla y escucha a su compañero, mueve la cabeza y lanza algún monosílabo para responder.

Ícaro se acuerda de un amigo, aquél con el que se escapó de una prisión infantil, recuerda cómo se encontraron en el hospital y cómo planificaron repetir la hazaña. Se hicieron trajes de plumas, aprendieron a volar, planificaron la huida, detalle a detalle; pero el amigo de la infancia cayó enfermo, se debilitó y un día dejo de estar.

Para escaparse hay que hacerlo de a dos; de a uno, no tiene sentido. Ícaro anima a Luis a acompañarlo en la aventura, se compromete a enseñarle a volar. Hay un traje de plumas disponible y listo para usar. Ícaro, encerrado en el cubo de cemento, no se ha dejado vencer, ha pintado un sol para verlo nacer y caer a su disposición; la alegría de encontrar un compañero de fuga hace que vuelva a encender ese sol. Cargado con el amigo a las espaldas comienzan las lecciones: batir los brazos, planificar, hacerse al enfermo, secuestrar a una monja, disfrazarse de ella y escapar. El plan es perfecto, pero tienen que esperar que por algún motivo la monja se aparezca por ahí. Mientras esperan, sueñan, con volar, con encontrase en una plaza, con ser confundidos con ángeles, con comer pizza, con brindar por la libertad. La monja no llega, pero, sin darse cuenta, Luis se ha empezado a mover, camina, corre, salta, patalea... Ícaro le abre las puertas del armario, ahora convertidas en portal de libertad. Luis sale, se va, Ícaro ha conseguido enseñarle a volar.

Esa noche mágica el resto del público también se dejó llevar en brazos de Ícaro hacia el sueño de la libertad. Él nos animó a volar, a soñar, a imaginar, para que cuando no haya sol lo podamos pintar, para que cuando no podamos caminar aprendamos a volar, para que cuando nos encierren y no nos dejen salir sepamos descubrir las puertas hacia la libertad.